LAS DOCE
No pudo evitarlo. Tropezó. La señora del bolso marrón no alcanzaba a entender que tenía mucha prisa. Completamente alienado, olvidó su cortesía por un instante. “Un 24 de julio es innegociable”, pensó. Reemprendió la marcha a zancadas, sorteando codos, caderas y hombros. Ya veía la escalera. La subida, una eternidad. Las piernas le ardían por el esfuerzo. Mereció la pena. Exhalando la bocanada de la victoria, no se dejó desmotivar por las comparaciones. En el ‘pub’ de la esquina no olía a ‘txistorra’, sino a asqueroso ‘fish&chips’ precocinado. Una fina llovizna amargaba los rostros que pululaban a lo largo del puente. Apenas eran dieciocho grados. Poco importaba. Sacó la lata de Guinness de la mochila. Cuando la aguja larga del Big Ben llegó a su destino, el chasquido del gas buscando una salida sonó como el de un emotivo chupinazo. Mientras gritaba y daba brincos, dos policía se acercaron. Aún le dio tiempo a tirarse un poco de cerveza por encima. Justo en el momento en el que terminó de anudarse el pañuelico, le placaron con todas las de la ley. Se dejó arrastrar, sin dolor alguno y con los ojos cerrados. Eran las doce. Las once en Londres. Y lo había conseguido.